David Manuel Arzola Franco*
En los últimos días ha adquirido particular virulencia el ataque jurídico y mediático hacia los libros de texto editados por la Secretaría de Educación Pública. Este tipo de movimientos no son de manera alguna inéditos, la Unión Nacional de Padres de Familia surgió en 1917, como una reacción contra los principios consignados en el artículo tercero constitucional, particularmente lo relacionado con la laicidad de la educación.
Se trata de una polémica que ha prevalecido por más de un siglo, con enfrentamientos permanentes, en ocasiones de baja intensidad, pero también como los que estamos presenciando, donde la confrontación se torna especialmente enconada.
En el caso de los libros de texto, los problemas con los grupos conservadores empezaron en 1959, desde el momento mismo en que el Estado mexicano anunció la decisión de proporcionar de manera gratuita estos materiales para la educación primaria. A pesar de que han transcurrido más de 60 años, de manera periódica resurgen los reclamos de grupos que se adjudican la representación de la sociedad entera.
Pero ¿Cuál es el trasfondo de estos ataques, evidentemente coordinados?, grosso modo se pueden identificar al menos tres elementos que están presentes en este fenómeno: el trasfondo ideológico, el político y el económico.
El componente ideológico tiene que ver con visiones opuestas con respecto al papel de la educación en la sociedad: una, la conservadora, que rechaza la intervención del Estado y apela a la defensa de valores tradicionales que no pueden ni deben ser cuestionados; otra, la progresista, que considera que el Estado tiene la obligación de brindar una educación pública que mediante la laicidad, la gratuidad y la obligatoriedad garantice los derechos de toda la población con el reconocimiento y respeto a su diversidad.
Por otra parte, el elemento político es inherente a cualquier propuesta educativa, desde el momento en que las decisiones que se toman no tienen un carácter neutral. Todo proyecto educativo se corresponde con una visión específica sobre las relaciones entre el gobierno y la sociedad.
Nunca como en este momento es más evidente el trasfondo político que trae consigo la polémica relacionada con los libros de texto, lo que vemos, escuchamos o leemos en los medios, hacen patente que no se trata de los libros de texto o de preocupaciones auténticas por mejorar la educación, la polémica suscitada forma parte de una campaña de ataques en contra de las políticas implementadas por el gobierno federal en los últimos cinco años. Es una campaña que intenta desacreditar y eventualmente destruir la visión de nación que se está intentando construir.
Por último, el componente económico es quizás el menos evidente, pero también el más relevante en este caso, “sigue al dinero”, dice la expresión popular a propósito de la intención de penetrar en las entrañas de la corrupción. Resulta que, para ciertos sectores económicamente poderosos, nacionales y extranjeros, la educación es una mercancía, un bien de consumo con el que se puede lucrar. Por tanto, consideran a la educación pública como un monopolio y a los principios del artículo tercero como un dique que entorpece sus “negocios” y atenta contra el libre mercado.
En 1959, la gratuidad de los libros de texto se convirtió en un obstáculo para los negocios y un descalabro económico para las grandes editoriales. Amenaza que en décadas recientes se disipó cuando los gobiernos en turno concesionaron la impresión de los libros a empresas particulares. Por ello no es extraño que, en este momento, cuando se han retirado esas concesiones, surjan voces estridentes que, enarbolando los derechos de las familias y apelando a los valores tradicionales, soterradamente lo que están defendiendo son sus intereses económicos.
Lo que estamos presenciando no es una cruzada altruista y desinteresada como quieren hacernos creer. Es un movimiento que intenta defender un conjunto de intereses plenamente identificables. De ahí el denuedo con el que despliegan sus recursos -y de hecho cuentan con grandes recursos-, para provocar la desinformación y el desconcierto.
Esta campaña tiene tintes que rayan en el absurdo, como revivir la amenaza del comunismo y la cacería de brujas de los años cincuenta del siglo XX, una especie de retorno al macartismo; o afirmar que con el nuevo plan de estudios no habrá clases de matemáticas y que los libros están diseñados para lavar el cerebro de las nuevas generaciones. Aparecen críticas sobre materiales escritos que evidentemente no han sido leídos por los comentaristas que reproducen una y otra vez un discurso simplón y rampante.
Sin embargo, esta andanada desinformativa se torna preocupantemente sombría cuando, ante la falta de argumentos, ciertos actores políticos hacen un llamado a la quema de los libros o a la eliminación de las páginas inconvenientes, perniciosas o malsanas.
La polémica, el debate, el disenso, son siempre bienvenidos, forman parte de una vida democrática sana y del derecho pleno que tenemos como ciudadanos para expresarnos libremente, todo proyecto requiere ser revisado y escrutado, pero el retorno al oscurantismo no admite medias tintas, apelemos a la historia para recordar esos periodos lóbregos que comenzaron con la quema de libros y concluyeron en genocidios.
*Profesor-investigador del Centro de Investigación y Docencia de los Servicios Educativos del Estado de Chihuahua