Para tener rumbo, es preciso saber dónde estamos. Esta administración, luego de un periodo dedicado a las modificaciones legales con el fin de lograr una nueva reforma educativa —pragmática, no programática—, y otro lapso a lidiar con un fenómeno totalmente inesperado como fue la pandemia (a través de una estrategia de escolarización remota de emergencia con resultados pobres, sin duda, y muy desiguales también), intentó, al amainar le contingencia, dar continuidad inmediata a los procesos pedagógicos con el fin de regresar, cuanto antes, a la “normalidad”, sin realizar un balance serio de sus diversas consecuencias, ni llevar a cabo algún programa específico que subsanara, en lo posible, los severos daños ocurridos en el aprendizaje y la socialización que la experiencia escolar implican. A un par de años del final del sexenio, se tomó la decisión de impulsar un nuevo modo, radical, de hacer las cosas, orientado por la noción de la Nueva Escuela Mexicana, y ponerlo en práctica de una buena vez, en todos los grados de la educación básica, sin mediar el tiempo suficiente para, al menos, comprender sus implicaciones en la formación docente, la relación con las familias y la inercia considerable de la(s) costumbre(s).
La posibilidad del cambio se fincó en la voluntad y el apoyo político a un grupo que resultó dominante en la SEP, generoso en adjetivos, parco en el análisis y desaseado en los procedimientos, al que respondió, en el espacio público, con abundantes adjetivos y débiles argumentos a su vez, un sector de exfuncionarios e intelectuales que, en buena medida, fueron los constructores del orden educativo previo, incapaz, durante décadas, de propiciar aumento en los aprendizajes.
Enfrentamos un dilema: apostar a una escuela activa fincada en la enseñanza por proyectos, sin las condiciones de posibilidad indispensables, o dar continuidad a una escolarización tradicional, con claros signos de agotamiento, estancada en los resultados de sus propias métricas.
Es como estar en la cornisa de un acantilado, con un barranco a las espaldas y un precipicio enfrente. Pocos pasos, en ambos sentidos, conducen a la caída sin remedio, ya sea a un pasado estéril, o a un futuro imaginado, ayuno de realidad.
¿Qué hacer, entonces? Si de veras importase la educación, es ineludible juntar esfuerzos para, desde la estrechez de la cornisa, con paciencia y cuidado, iniciar la construcción de un puente. ¿Cuál sería? El que le proponga a la nación un grupo amplio y plural de conocedores de la complejidad de lo educativo (maestras y maestros, sin falta, pero acompañados de otros actores con saberes avanzados en pedagogía, didáctica, infraestructura física y digital, y otros campos imprescindibles). Es decir, una estrategia de lago plazo sólida y factible, transexenal, que todos los partidos políticos respetaran, con el fin de modificar, con el tiempo necesario, las estructuras, procesos y relaciones que conduzcan a un cambio real en el incremento del aprendizaje.
Si en cada sexenio se producen proyectos que reclaman ser la solución genial de todos los problemas, seguiremos sujetos de las ocurrencias paridas por la ignorante soberbia, y ávidas de “resultados” vertibles en réditos electorales.
Un grupo plural, sí, e integrado por personas de todo el país que cuenten con sabiduría y solvencia ética, tendría legitimidad social para dar rumbo y fortaleza al puente. ¿Es imposible? No lo creo: de lo que sí estoy seguro es que es necesario, muy urgente, y más nos vale.
Profesor del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México