
¿Alguna vez pensaste que el tiempo te sorprendería justo cuando crees que todo está definido? Quizá ya intuías el final, pero la realidad siempre tiene una forma de sorprenderte. Quizá tiene razón el que dijo que nuestras realidades superan a la ficción.
Hoy, después de muchos, muchos años, di clase en la universidad por última vez. No volveré a hacerlo el próximo semestre, y no sé si algún día volveré a enseñar en una licenciatura en periodismo. La batalla contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook, me agotó. Me rendí. Tiré la toalla.
Recuerdo aquella primera clase, hace más de veinte años, cuando aún creía que podía cambiar algo. La pasión por enseñar, por transmitir el valor del periodismo, me impulsaba a seguir. Pero con el tiempo, la paciencia se fue desgastando. La indiferencia, la distracción constante, la desconexión con lo que realmente importa, me fueron ganando.
En esa primera clase, les hablé de Venezuela, de la historia, de la política. Solo una estudiante en veinte pudo decir lo básico del conflicto. El resto, ni idea. Pregunté si sabían quién era un uruguayo en medio de esa tormenta. Silencio. ¿Pregunté por Almagro? Nadie. ¿Por Vargas Llosa? Algunos sí, pero pocos habían leído algo suyo. Era como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta sin vegetales.
A veces, en esos momentos, me preguntaba si todo esto tiene sentido. Si no estamos creando un círculo perverso donde la ignorancia se alimenta de la indiferencia. La incultura, el desinterés, no nacieron solos. Les enseñaron que todo da más o menos lo mismo, que la curiosidad no vale la pena. Y yo, que siempre creí en la excelencia, en hacer lo mejor posible, me encontraba con un muro de caras vacías y pantallas brillantes.
Este año, proyecté «El Informante», esa película sobre dos héroes del periodismo. La vi más de 200 veces y todavía hay escenas que me hacen llorar. Pero en el aula, algunos dormían, otros chateaban, y otros simplemente miraban sin ver. La pasión se diluía en la indiferencia.
También les mostré la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Les expliqué quién era, qué fue la guerra de las Malvinas, el contexto histórico. Les leí los fragmentos más duros, los más memorables. Pero el silencio era ensordecedor. La misma sensación de vacío que sentí en mis primeros años de docencia, pero ahora con un peso diferente: la certeza de que quizás, en el fondo, ya no hay nada que salvar.
Y justo cuando pensaba que todo había llegado a su fin, recordé algo que había olvidado por completo: en mi primer año como docente, un alumno me dijo algo que entonces no entendí del todo. Me miró y, con una sonrisa tímida, balbuceó: «Profesor, algún día, cuando usted ya no esté, esto seguirá igual».
Pensé que era una frase de despedida, un cliché. Pero hoy, en este último día, entendí que quizás, en realidad, ese alumno tenía razón.
Porque, en un giro inesperado, esta misma noche, recibí un mensaje suyo. Ahora, ya adulto, me contó que se ha convertido en periodista, que trabaja en un medio pequeño, pero con pasión, y que cada día lucha contra la apatía y la desinformación. Me confesó que, en su primer trabajo, usó una de las historias que le enseñé para hacer un reportaje con el que ganó un premio local.
Y entonces, comprendí algo que nunca había querido aceptar: quizás, en ese ciclo interminable de indiferencia, hay pequeñas simientes que logran germinar en otros. Que, aunque parezca que todo está perdido, siempre hay una chispa que puede encender una llama.
Y en ese momento, justo en ese instante, supe que no todo fue en vano. Esta simple certeza me trajo la evocación del aula con su colorido, sus rumores y aromas. Entonces, quizás en algún rincón del mundo, alguien todavía lucha por la verdad, por la pasión, por la memoria.
Y que, aunque yo no vuelva a enseñar en esa aula, mi voz y la de otros profesores, de alguna forma seguirán resonando en esas historias que otros seguirán contando.