La visión de la clase como una experiencia humana y del profesor o profesora como artista
Juan Martín López Calva
¿Resultado pedagógico? Y más importante todavía preguntar: ¿Cuál fue la experiencia humana con respecto al instructor? ¿Cuáles los valores de comunicación, de afecto, de solidaridad, casi de fraternidad?
La única autoridad que podemos consentir es la que se desprende de la capacidad, de la categoría intelectual, de los dones del conocimiento obtenidos a lo largo del esfuerzo o de las cualidades a veces innatas que hacen del maestro también un artista.
Juan José Arreola. La palabra Educación, p, 102.
Esta semana tuve el gusto y el honor de compartir una conferencia sobre algunas características de la nueva escuela que exige la nueva realidad que vivimos en el cambio de época, con un grupo -presencial y virtual- de docentes y directivos del Programa Nacional de Inglés (PRONI) de la Secretaría de Educación Pública y la Unidad de Servicios Educativos de Tlaxcala.
El tema no fue específicamente la llamada Nueva Escuela Mexicana (NEM) que propone la (contra) reforma educativa del presente sexenio sino el cambio paradigmático que requiere la educación formal y sus instituciones en este mundo post-pandémico, o que al menos ha pasado ya la etapa crítica de la pandemia de COVID-19.
Como ya lo he escrito en este espacio en varias ocasiones y desde varias fuentes, este cambio que se requiere no es meramente de programa ni de responder a la pregunta sobre cómo brindamos un mejor servicio educativo a las nuevas generaciones, sino de cuestionarnos a fondo la misión de las instituciones educativas para la transformación de este mundo en crisis multidimensional y profunda en un espacio en el que todos podamos no solamente sobrevivir, sino hacer realidad el deseo de vivir humanamente que late en lo más hondo de nuestro ser.
Pero no se preocupen mis cinco lectores, porque no voy a volver a abordar el mismo tema que fue contenido de esta conferencia, aunque me centraré en uno que es fundamental para este cambio de fondo que requiere la concepción y vivencia cotidiana de la educación.
El tema de hoy lo inspira un regalo que recibí de la generosidad de la coordinación del PRONI que me invitó a esta charla. Se trata de un pequeño pero profundo libro del gran escritor Juan José Arreola, que se titula La palabra Educación, que me dará material para varios de los artículos de reflexión educativa que comparto con ustedes cada semana en este espacio que me brinda e-consulta.
Se trata de la visión de la clase como una experiencia humana significativa y del profesor o profesora como artista que más que responder a formularios o planeaciones de clase, en el paso del programa sintético al programa analítico, para hablar en términos de actualidad, logra provocar en los educandos este tipo de experiencias.
En una época en la que se ha sobrevalorado el papel de la Pedagogía entendida de forma limitada como un proceso técnico de planeación-ejecución-evaluación detrás del cual está como sustento la perspectiva de la educación llamada de “Proceso-producto”, en un tiempo en el que el docente tiene cada vez más tareas administrativas y menos espacio para el encuentro auténticamente pedagógico en el sentido amplio del término, en un contexto en el que importa más recopilar evidencias de que se impartió una clase conforme al programa establecido, que preparar una buena clase que forme y transforme a los niños, adolescentes y jóvenes para lograr que generen los saberes necesarios para una vida humana digna, resulta fundamental considerar los planteamientos que hace Arreola en el epígrafe de hoy, tomado de la sección de su libro titulada El maestro.
Porque como dice el gran escritor de Zapotlán el Grande -hoy Ciudad Guzmán, Jalisco- no es necesario un formulario escrito o un gran conjunto de materiales, formatos y evidencias sino el planteamiento de la pregunta fundamental sobre el resultado pedagógico de la práctica educativa y aún más importante, el cuestionamiento serio acerca de las preguntas por la experiencia humana vivida por el educando con el educador, por los valores de comunicación, de afecto, de solidaridad y -creo que sin el casi- de fraternidad que logró cada sesión, cada encuentro en el aula o en otro tipo de espacios educativos reales o virtuales.
Porque son las respuestas a esas las preguntas que hablarán del impacto formativo auténtico de la educación, las que nos darán pistas y claves para saber qué estamos haciendo bien y que nos falta por hacer o estamos ejercitando de manera errónea en cada una de nuestras clases.
En mi experiencia que este año cumple cuatro décadas como docente en distintos niveles educativos -sobre todo en educación superior- y como formador de formadores he podido constatar que los verdaderos impactos educativos, el resultado pedagógico que queda para la vida tiene que ver precisamente con la comunicación lograda -hacer que ciertos significados se vuelvan comunes-, con el clima de afecto que se construye en la relación del docente y los estudiantes, con la solidaridad que se logra despertar en cada grupo en mayor o menor medida y con la fraternidad que se siembra en los corazones de cada una de las personas que están frente a nosotros, al lado de nosotros en el salón de clase, el laboratorio, la práctica en escenarios reales o la pantalla en una sesión virtual.
Esa constatación me ha llevado a coincidir con lo que afirma el gran narrador y formador de escritores respecto a que la única autoridad que se puede consentir en el proceso educativo es la que deriva de la capacidad, de la categoría intelectual y de los dones del conocimiento que se van obteniendo a partir del largo y sostenido esfuerzo, combinado con algunas cualidades innatas que poseen y desarrollan los maestros y maestras en su trayecto formativo y práxico, que los hacen, más que unos técnicos que aplican planes y programas diseñados por otros en un escritorio lejano de la realidad cotidiana, unos intelectuales y unos artistas capaces de generar vivencias que construyan conocimiento y valores que moldeen vidas humanas plenas y comprometidas con el servicio a los demás.
Ojalá en el espíritu y en el diseño y operación de los programas de formación docente se tomaran más en cuenta estas dimensiones intelectual y artística del educador, para desarrollar en ellos estas cualidades de comunicación en el conocimiento, en la convivencia, en los afectos y en la deliberación y valoración ética para superar el excesivo énfasis en los formatos y evidencias y construir una educación que sea un espacio de desarrollo significativo e integral del deseo de conocer y de vivir de las nuevas generaciones. Sólo así podremos transformar y sanar a este país roto y herido por la pobreza, la desigualdad, la violencia y la exclusión.
Más arte, más vida, más inteligencia, más desarrollo emocional, más deliberación y valoración ética y menos técnicas y formatos escritos, para renovar de fondo la educación.