Imaginemos que para llegar al nivel universitario existe una gran escalera en donde cada escalón representa un nivel académico de nuestro sistema educativo. El primer peldaño es el preescolar, el segundo la primaria y así sucesivamente. Imaginemos, también, que entre más se avanza en el trayecto, más angostos se van haciendo los escalones, pues el último peldaño no podría soportar el peso de todas y todos, pero se promete que cualquiera puede llegar a la cima. Por último, imaginemos que quienes organizan esa escalera afirman que todas y todos tienen el derecho de realizar su trayecto por todos los peldaños si se esfuerzan, es decir, lo relevante es cuánto se esfuercen, de manera individual, para llegar a la meta. Desde esta metáfora todo parece normal, pues la escalera y el objetivo final se muestran bajo una supuesta igualdad de oportunidades para todos y todas, por lo que llegar al último escalón dependerá del esfuerzo individual de cada cual. Pero lo que no se nos muestra en esta imagen es la biografía que constituye a cada persona, los puntos de partida diferenciados y, mucho menos, que los criterios para llegar a la meta tratan de medir igual a lo que por origen es desigual.
El primer mito que planteo, sobre la igualdad de oportunidades meritocráticas, se sustenta siguiendo la lógica anterior, pues se crea un discurso de supuesta garantía al derecho educativo para todas y todos por igual, pero, al mismo tiempo, se responsabiliza a cada estudiante de su destino. Simplemente si quieres tener éxito o evitar el fracaso, no depende de las condiciones en las que llegues al punto de partida, sino de cómo aproveches la igualdad de oportunidades para realizar tu trayecto a la meta. Así, se puede afirmar que la lógica meritocrática promete que, pese a las adversidades que se le puedan presentar a cualquier persona, si se esfuerza y pone todo su empeño para superarlas, podrá llegar a la meta deseada. Esta afirmación tiene cierta porción de verdad, pero se derrumba cuando hablamos del acceso a niveles educativos más avanzados y cuando estos no tienen la capacidad para recibir a toda la demanda que aspira ingresar. Lo que se muestra como verdad, entonces, se convierte en ficticio. Por mucho que se esfuercen, por ejemplo, los más de 200 mil aspirantes que desean ingresar a una licenciatura en la UNAM, no todas y todos podrán hacerlo. ¿Por qué? simplemente porque la oferta de poco más de 23 mil lugares no lo permite. Entonces: ¿cómo poder garantizar el derecho a la educación, desde los criterios de la supuesta igualdad de oportunidades, si no existen los lugares suficientes para todos y todas?
Lo anterior se refuerza a partir de invisibilizar, desde los criterios de ingreso (supuestamente neutros y objetivos), la heterogeneidad de las y los estudiantes, pues no importa si perteneces a tal o cual bachillerato, si eres de una clase social u otra, si eres hombre o mujer, lo importante es el esfuerzo y dedicación que emplees. El ocultamiento de las características de las y los estudiantes se plantea, en términos generales, haciendo creer que en el trayecto hacía la escalera del éxito no importa todo lo anterior, pues sus reglas de acceso son iguales para todos y todas.
Así, la igualdad de oportunidades se presenta como el garante de los derechos educativos para todos y todas, pues supone que la condición social de la que provengas o la trayectoria académica previa no importa, pues cada cual es arquitecto de su propio destino. Pero si en realidad fuese de esta forma y solo dependiera de “echarle ganas”, todo el mundo podría acceder a la universidad y estas no sabrían qué hacer ante un número tan elevado de ingreso. Así, la igualdad de oportunidades se convierte en un gran relato que pretende ocultar las diferencias sociales, económicas, culturales y, sobre todo, las trayectorias académicas diversas para justificar y responsabilizar a la propia persona de su exclusión del sistema educativo.
Este primer mito toma fuerza al momento que deja de ser cuestionado y se interioriza como sentido común para tratar de explicar nuestros aciertos y errores en el ámbito educativo. Así, si no se logró ingresar a la universidad, no se debe a las problemáticas estructurales que permean a nuestro sistema educativo, sino al esfuerzo individual que se emplee. Tampoco será por la falta de presupuesto, el poco aumento de la matrícula o por la ausencia de nuevas instituciones educativas, sino por la falta de dedicación de las y los estudiantes. En pocas palabras, se construye e interioriza que no se es víctima de las problemáticas estructurales, por el contrario, se es víctima del esfuerzo individual de cada quien.
Lo anterior se potencializa a través de los grandes relatos que se construyen de ciertas personalidades, que se muestran como ejemplos a seguir y más de uno o una los hemos escuchado en la escuela, en la casa, en el trabajo, en el mercado y hasta en los medios de comunicación. Estos grandes relatos sobre el esfuerzo individual los podemos encontrar, por ejemplo, en lo que se narra de Benito Juárez, pues él era una persona muy pobre que cuidaba ovejas, pero a partir de su esfuerzo y superación a las vicisitudes llegó a ser presidente de México. Otros ejemplos los podemos encontrar en diversos medios de comunicación -incluyendo los de las propias universidades- que presentan a la o el aspirante que proviene de condiciones sociales adversas y que logró ingresar a la universidad, pues, al igual que Benito Juárez, su esfuerzo y dedicación rindieron frutos. Estos ejemplos, es necesario reconocer, también contienen cierto grado de verdad, pues si dedicas tiempo y si tienes las condiciones, puedes reforzar muchísimas habilidades y aprendizajes, pero cuando lo anterior es atravesado por la oferta y la demanda, cobra poco sentido considerar que todas y todos pueden ingresar a la universidad bajo esta lógica.
Entonces, el problema radica en otra dirección. Estos casos que se muestran como la regla son en realidad la excepción, aunque nos hagan creer que todo el mundo podremos ser los próximos Benito Juárez o que todo el mundo podrá ingresar a la universidad solo a partir del esfuerzo individual. Lo estructural, entonces, se convierte en individual y si eres excluida o excluido de cierto espacio educativo, debes tener la “resiliencia” suficiente para sortear los problemas que se te presenten, no importa que la universidad oferte pocos lugares, pues de ti depende -y no a condiciones externas- que puedas ingresar a los estudios superiores.
Todo lo anterior no quiere decir que no sea necesario empeñarse para alcanzar nuestras metas, por el contrario, de lo que se trata es de entender que la estructura de esa escalera, a la par de que oculta la heterogeneidad de las condiciones, favorece a un cierto tipo de población sobre otra. Un ejemplo representativo de lo anterior se puede encontrar al analizar los cuadernos de planeación de la UNAM 2019-2020, pues los datos arrojan que del total de aspirantes a licenciatura, 28, 393 provenían de escuelas privadas y 118, 420 de escuelas públicas, pero, de estos mismos números y términos de porcentaje, ingresaron 17.8% provenientes de instituciones particulares y 14.3% de escuelas públicas. Por otro lado, de 14, 522 aspirantes, cuyas madres se dedican al comercio, solo ingresaron 2, 110, pero quienes tienen madres que laboran como funcionarias, ingresaron 418 de una demanda de 2, 136, es decir, el porcentaje de ingreso radicó en 14.5% para hijos e hijas de madres comerciantes y 19.5% para hijas e hijos de madres que son funcionarias. Pero todo esto, desde la lógica meritocrática de la igualdad de oportunidades, no tiene sentido, pues para llegar a la meta lo que importa es esforzarse.
En síntesis, el primer mito radica en ocultar que los puntos de partida son desiguales para todas y todos, pues los supuestos criterios de ingreso son objetivos y neutros para el conjunto de la población. La igualdad de oportunidades meritocráticas supone que, sin importar las adversidades y vicisitudes que se presenten, cada cual es arquitecta o arquitecto de su propio destino. Por último se plantea que la meta de esa escalera no puede soportar el paso y el peso de todas y todos y, en lugar de construir una escalera más sólida, se hace creer que los problemas estructurales son producto de nuestra individualidad y que somos víctimas de nuestras propias decisiones y capacidades. Todo esto se refuerza con un segundo mito que luego veremos: la igualdad de oportunidades no conoce de género.
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