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Prólogo a La universidad que soñamos

by Pluma Invitada
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Ángel Díaz-Barriga

Escribir un prólogo al texto La universidad que soñamos resulta un reto de alguna forma conflictivo, no por la invitación que me hace su autor, Juan Carlos Yáñez Velazco, sino por la realidad que enfrentan nuestras instituciones de educación superior en la pospandemia.

Soñar con el futuro de esta centenaria y noble institución en nuestro medio no es una tarea absurda. Ciertamente nos espanta que no exista una propuesta consistente de la necesaria transformación de la universidad para la pospandemia. La pandemia, con más de 15 meses de trabajo en línea, no ha permitido avanzar en un cambio significativo de la concepción y práctica de la vida universitaria, por el contrario, la pospandemia parece proponernos un futuro híbrido de la educación superior, sin analizar ni lo inmediato, ni lo profundo de la crisis que experimenta.

En el caso de lo inmediato, no se ha estudiado si realmente los docentes están empleando las mejores opciones para el trabajo en línea, en el marco de las condiciones que la tecnología digital ofrece, las cuales, en general, no han sido exploradas. Tampoco se han indagado las dificultades que significan para los alumnos de licenciatura, y para sus familias, las condiciones para ese trabajo, tanto en las opciones de conectividad, como en la posibilidad de ofrecer un equipo para que los estudiantes realicen sus actividades académicas, sin analizar en este momento las dificultades que padecen los alumnos para efectuar actividades en línea, cuando no han desarrollado previamente los hábitos y disciplina de trabajo autónomo que demandan.

Pero ello no es el mayor problema, este se refiere a la miopía de la perspectiva institucional que limita la necesidad de transformar la institución universitaria, a sólo realizar un cambio importante, como la inclusión de la tecnología digital, pero no definitorio de la tarea de transformar la universidad. El gran cambio de la propuesta de una institución híbrida (palabra interesante con la que se pretende definir el futuro de esta institución) se queda, finalmente, en el establecimiento de la pantalla, como elemento determinante de lo que se supone será la institución pospandémica.

Enfrentamos un reto enorme de cara a la transformación universitaria. En 2018, el país apostó por un cambio sustantivo al que se le asignó el nombre de “la Cuarta Transformación”. Transformación de múltiples instituciones, tales como la atención de los sectores más pobres de la sociedad, la austeridad en la República, combate a la corrupción; temas necesarios, aunque se pueda revisar la forma de emprenderlos. Pero en ellos no se agotan los cambios buscados en 2018. Varios de nosotros también trabajamos, investigamos y publicamos esperando aportar elementos que permitieran transformar la educación superior del país.

Buscamos que se cambiaran aquellas políticas que han deformado las finalidades de la institución, en particular, un conjunto derivado de las llamadas políticas de calidad, lo que Juan Carlos presenta como cuantofrenia. La obtención de puntos, lograr más perfiles docentes deseables (aunque hagan doctorados de dudosa calidad y al vapor); contar con cuerpos académicos consolidados (pasando por alto los liderazgos académicos reales que existen en los diversos campos del saber, pero sobre todo, anulando el papel que los seminarios de investigación y los conformados con relación a un proyecto de investigación, que históricamente han existido y permitido conformar la vida académica de la universidad); incrementar el número de académicos con nombramientos en el Sistema Nacional de Investigadores (aunque no estén dispuestos a laborar como docentes, haciendo de lado la docencia como la función intrínseca al mundo universitario); la cuantofrenia que exacerba el individualismo en la institución. El papel de la discusión, del intercambio, de la confrontación de ideas, las grandes cátedras que los alumnos peleaban para aprender de los debates serios que se abren en una comunidad académica, todo ello perdido. Lo importante es publicar, obtener puntos, salir individualmente adelante.

Pero los fines de la institución también se pervirtieron. Hoy es más importante tener programas acreditados (no evaluación de planes de estudio, tema que tendría una dimensión más pedagógica); calificación positiva en el Programa de Fortalecimiento a la Excelencia Educativa (PROFEXCE); contar con más posgrados acreditados en el Programa Nacional de Posgrados de Calidad, vivir para llenar formatos, para entender plataformas, para subir evidencias.

Los árbitros del trabajo universitario se encuentran en oficinas gubernamentales o del Conacyt; todo lo que se solicita se encuentra contra reloj: “la plataforma se abre de tal fecha a tal fecha, se cierra a tales horas, en el horario del centro de la república”. Lo que obliga a colocar una cantidad de académicos para juntar evidencias, analizar quiénes pueden ingresar a la plataforma (lidiar con claves y todas las dificultades inherentes), llenar formularios. En esto consume la institución sus energías, en esto se desgasta, pervierte y canceló sus finalidades. Obtener puntos, calificar, lograr números, acreditar programas son los pobres retos que enfrenta la institución universitaria.

La pandemia lo único que hizo fue, por una parte, ocultar los vicios que tiene la institución, intentando que todo el esfuerzo educativo se deslice en una pantalla y, al mismo tiempo, exhibir parte del problema que tiene en su dificultad para vincularse con la sociedad del siglo XXI. La pandemia era el lugar para trabajar los vicios que experimenta una institución que requiere reformarse a sí misma. El autor trabaja cómo, en la historia de la universidad, ésta ha sido capaz de reformarse de acuerdo a las condiciones de cada momento social. Sin embargo, el filósofo Agamben plantea que quizá estamos en un momento en donde ya no existe el futuro de la universidad, pues ante la situación actual, sus carencias y dificultades para repensarse a sí misma, quizá haya que ofrecer las exequias de un réquiem.

Por otra parte, la necesaria Ley de Educación Superior que recientemente acaba de aprobar el Congreso de la Unión en 2021, necesaria después de más de casi 40 años de la anterior, no responde ni a las exigencias de transformación de la universidad, ni a lo que se esperaba de la cuarta transformación de la República, ni a cancelar los modelos de individualismo, de cuantofrenia que vive la universidad.

La universidad que soñamos requería haber aprovechado la pandemia para repensarse a sí misma, para analizar sus crisis. Necesitaba ser más atrevida que considerar que con la pantalla, con la tecnología digital, con los modelos híbridos hacía la adecuación que el momento actual exige.

Si la universidad mexicana se refrescó y revitalizó después del movimiento estudiantil del 68, cuyos resultados fueron varios cambios, algunos discutibles, que no gustaron a las políticas educativas oficiales, como la Universidad Pueblo, la Universidad Democrática, la Universidad Fábrica, otros fueron resultado de procesos de renovación significativa: asunción del modelo departamental en algunas instituciones; creación de diversos sistemas modulares; establecimiento de modelos curriculares que reducían contenidos y buscaban generar procesos de aprendizaje, como el currículo de talleres en Arquitectura, entre varios. Procesos centrados en lo que pasa en el interior del sujeto y no limitados a un logro o evidencia de aprendizaje. La universidad se movió después del 68, la universidad pospandemia también requiere moverse sustancialmente.

La universidad que soñamos tendría que cancelar todo lo que la lleva a vivir en un modelo de cuantificación, renunciar abiertamente para permitir recuperar sus finalidades, utilizar su autonomía para decir: ¡ya basta!, trabajaremos en otra orientación. Considerar que la tecnología digital es sólo un instrumento, una herramienta más, pero que su trabajo requiere replantearse colocando al centro de su labor una reconstrucción de la tarea docente, que permita una docencia diferente a la que se limita sólo a la exposición de temas, una docencia llena de discencia, en términos de Freire, donde se estudien temas significativos para el alumno, con el alumno y de cara a las necesidades y condiciones de la sociedad.

Salirse del marco de las recomendaciones de los diversos organismos internacionales para reconocer que la sociedad mexicana precisa de una universidad para las necesidades del país, promotora de formación de profesionales que asuman compromisos con la sociedad que posibilitó que concluyeran estudios, pero que, al mismo tiempo, espera que el egresado genere un beneficio al desarrollo de esa sociedad.

La universidad que soñamos requiere replantear sus planes de estudio, no buscando que sean acreditados, sino construyendo nuevas relaciones del conocimiento con las diferentes disciplinas y profesiones. Un egresado que siempre va a trabajar en grupos y que en grupos de diversas formaciones buscará ofrecer soluciones. Una visión no enciclopédica, que persiga procesos de conocimiento para la sociedad del conocimiento, pero también para entender la realidad que vivimos y trabajar en pro de su mejora.

La universidad que soñamos, el libro que ha sido pretexto para este prólogo, representa una de las ilusiones más grandes que nuestra generación universitaria tiene y demanda. Es muy interesante la propuesta de Juan Carlos, que invita a leer el libro y junto con él, soñar en esta institución; pero este sueño también es una obligación moral y ética, por devolverle a la sociedad mexicana una institución universitaria que, revisando y recuperando el sentido de sus finalidades, acepte reformarse a sí misma.

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