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La lectura como resistencia: reflexiones sobre el oficio docente y el cambio necesario

by Pluma Invitada
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Docentes y estudiantes leen y escriben juntos en un aula rural afectada por lluvias, simbolizando la resiliencia y la lectura como forma de resistencia.
Alberto Salvador Ortiz Sánchez
Alberto Salvador Ortiz Sánchez

El capítulo 2 del libro Leer y escribir en la escuela. Lo real, lo posible y lo necesario, de Delia Lerner, nos enfrenta con una verdad incómoda: la lectura y la escritura en la escuela siguen siendo, en muchos casos, simples rituales de repetición. No hemos logrado convertirlas plenamente en prácticas sociales vivas, capaces de transformar a las comunidades.

Leer y escribir no deberían ser un fin en sí mismos, sino caminos que abran paso a la creatividad, la reflexión y la construcción de sentido colectivo. Si la escuela continúa limitándose a “cuadricular” el pensamiento de sus alumnos, estará negando su papel como agente de desarrollo humano, técnico, social y emocional.

La autora advierte que tanto la rutina como las modas pedagógicas funcionan como refugios cómodos para evitar el cambio. Son zonas seguras donde se puede “conducir al conocimiento” sin cuestionar lo que hacemos. Pero educar exige pensar, arriesgar y, sobre todo, transformarse. Los docentes no podemos apartarnos del aprendizaje permanente: leemos, escribimos, escuchamos, criticamos, corregimos, y en ese proceso crecemos junto a nuestros estudiantes.

Las aulas deberían ser laboratorios de la realidad, espacios donde nuestros alumnos puedan ensayar la vida, equivocarse, discutir y proponer. Sin embargo, seguimos atados al “contrato didáctico” del que habla Lerner: ese acuerdo tácito que perpetúa el monopolio del docente como dueño de la verdad. En lugar de abrir el diálogo, la escuela muchas veces reproduce jerarquías y silencios.

Tal vez deberíamos recordar la enseñanza de Sun Tzu: “Si te conoces a ti mismo y conoces a tu enemigo, no temerás el resultado de cien batallas.” En educación, el “enemigo” no son nuestros alumnos, sino la inercia, la indiferencia y el miedo al cambio. Conocernos a nosotros mismos como docentes —nuestras limitaciones, rutinas y creencias— es el primer paso para transformar nuestras prácticas.

El cambio educativo no se impone: se construye. Requiere objetivos a largo plazo, trabajo colaborativo, planeación sostenida y una visión integral de la lectura y la escritura como procesos sociales, no como ejercicios fragmentados. La capacitación docente debería ser también un acto de inspiración, no una obligación burocrática. A veces, como dice la sabiduría popular, “menos es más”: avanzar lentamente, pero con propósito, tiene más sentido que acumular cursos sin reflexión.

Hoy, más que nunca, nuestras escuelas necesitan maestros que piensen, que se conmuevan, que acompañen. Que sean, en el sentido más profundo, intelectuales al servicio de sus comunidades.

Dedico estas líneas a mis colegas de las regiones serranas de Puebla, Hidalgo y Veracruz, quienes sufrieron las recientes lluvias y sus consecuencias devastadoras. En medio del desastre, el magisterio sigue allí: sosteniendo a sus comunidades con alma, corazón y esfuerzo, incluso cuando la burocracia los acusa de “no ir a trabajar”.

Mientras la naturaleza y la omisión gubernamental se ensañan con los más pobres, el docente mexicano sigue siendo un faro. Leer, escribir y enseñar en condiciones adversas no es solo un acto pedagógico: es una forma de resistencia. Y, quizás, la más poderosa.

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