No todo lo nuevo es bueno ni todo lo bueno es nuevo, dice una frase popular que alguna vez escuché en otra versión, atribuida a un severo sinodal de examen que dijo al doctorante …
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En el cataclismo estamos, fruto de la ceguera a la que “los dioses” -del mercado, del poder político, de los intereses de grupo- nos han sometido tal vez sin darse cuenta de que con eso nos destruirán o quizás con toda la intención de hacerlo.
Nos han tocado vivir en tiempos de polarización política y social. Tal vez es el auge de las redes sociales lo que amplifica esta continua, inacabable y agotadora confrontación entre bandos opuestos, situados en los extremos -en los polos, de ahí su nombre- del espectro ideológico, que sienten unos y otros que tienen la razón en todo.
Tengo un par de décadas construyendo el concepto de educación de la libertad para referirme a la educación moral o en valores, campo temático en el que hay un buen número de perspectivas que van desde las más directivas hasta las más subjetivas y libertarias.
Estamos viviendo tiempos difíciles para la ciencia, las humanidades y el conocimiento riguroso en general. Como decía la semana pasada citando a Marina Garcés (cfr.) nos han tocado tiempos de increencia en todo lo que tiene fundamento en la experimentación empírica, la reflexión filosófica o teórica y la interpretación rigurosa, pero al mismo tiempo estamos en una sociedad global profundamente crédula que se cree todo lo que alguien popular inventa y pública o lo que los medios y las redes sociales nos venden cada día.
En alguna ocasión le pidieron a una de mis hijas que impartiera una conferencia en una institución educativa. Hablaron del tema, las fechas y el público al que se iba a dirigir. Todo iba muy bien hasta que ella planteó el tema de sus honorarios. “oh, disculpa. Pensé que lo hacías por vocación” fue la respuesta que le dio quien la invitaba y por supuesto en ese momento la desinvitó.
Leo esto de J. G. Ballard: “Si yo (…) tuviera que hacer una predicción sobre el futuro, podría resumir mi temor en una sola palabra: aburrimiento. He aquí mi gran temor, que todo haya ocurrido; ninguna cosa que sea excitante, novedosa o interesante va a suceder de nuevo; el futuro será un enorme y resignado suburbio del alma, nada nuevo va a surgir, ninguna evasión tendrá lugar otra vez. Esto es lo que puede pasar y es mi gran temor”.
El filósofo coreano Byung-Chul Han hace, en La sociedad del cansancio, una defensa del aburrimiento: “Walter Benjamin llama al aburrimiento profundo el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. Según él, (…) el aburrimiento profundo corresponde al punto álgido de la relajación espiritual. La pura agitación no genera nada nuevo. Reproduce y acelera lo ya existente”.
Leila Guerrero. El aburrimiento narcótico. En: Emisora Costa del sol. 93.1 FM.
Vivimos tiempos de prisa, preocupación y productividad. Tiempos de Ballardismo si se vale la expresión, en los que lo que afirma el escritor inglés -llamado el profeta del fin del mundo- tememos el aburrimiento porque necesitamos estar haciendo cosas todo el tiempo y consideramos como un desperdicio de nuestra vida tener espacios vacíos de actividad y aceleración.
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Nos parece hoy que lo excitante y lo novedoso es lo que da sentido a nuestra vida, aunque muchas veces las cosas que se nos presentan como excitantes sean meros fuegos de artificio y lo que percibimos o se nos vende como novedoso sea puramente cascarón sin contenido.
Ya en su libro Insight. Estudio sobre la comprensión humana, publicado en el año 1957 el filósofo canadiense Bernard Lonergan alertaba sobre los riesgos de vivir nuestra existencia en un entorno en el que -parafraseo- las luces son espectaculares, el vestuario es exquisito, la música es impactante, pero no hay drama, es decir, no hay ninguna historia que contar, nada de sustancia existencial que aporte sentido y valor a esa puesta en escena.
Lo constatamos hoy en la gente que vive tan de prisa y gusta tanto de la adrenalina de que ocurran cosas rápido y con estímulos cada vez más intensos y cambiantes que cuando lee un poema, una novela, película o serie que plantea las profundidades, contradicciones, luces y sombras de la existencia humana pero no tiene “acción” frenética, persecuciones, enfrentamientos violentos, música estridente, etc. dice que no le ha gustado esa pieza o esa obra porque es “lenta”.
La lentitud se ha convertido en algo peyorativo que descalifica todo aquello que tiene profundidad, pero no velocidad, que comunica cuestiones esenciales, pero no útiles ni productivas, que busca llamar la atención sobre la urgencia de lo importante, sin embargo, olvida lo que hoy es más valorado: la importancia de lo urgente.
En el artículo del que tomo el epígrafe de hoy, la autora plantea la disyuntiva entre lo que afirma Baillard y lo que plantea Han respecto al aburrimiento y ella se decanta por Baillard a pesar de su admiración por el filósofo coreano, porque dice que vive el aburrimiento “como algo pesaroso” que no le produce “lucidez sino inquietud, consciencia de estar desperdiciándose”, que es algo que la “aflige y la corroe”.
A pesar de que soy un muy mal seguidor de la plataforma Mariana y la vida, en este tema yo me decanto claramente por la propuesta que se hace allí, en el marco de la administración del tiempo centrada en el desarrollo humano, con énfasis en la persona, de defender esa necesidad urgente de darnos permiso de no hacer nada, de permitirnos tiempos de aburrimiento en esta época de ritmo frenético y miedo a la lentitud, tal como lo hace Byun Chul Han en la cita que elige Leila Guerrero.
Creo que es muy acertada la distinción que hace Edgar Morin entre las dos dimensiones de la vida humana: la prosaica y la poética. La primera, es la que engloba todo lo necesario para sobrevivir en el mundo que nos toca habitar y es muy necesaria pero no agota el deseo humano que no es el de sobrevivir sino el de vivir para vivir. Este deseo se plenifica con la dimensión poética de la vida que tiene que ver con el disfrute de la belleza, del silencio, de la naturaleza y el arte; con el cultivo de la amistad y la vivencia del amor, de la solidaridad, de la atención a la interioridad y la espiritualidad en la forma en que cada quien la conciba.
La escuela debe preparar para la vida en prosa, indudablemente puesto que tiene que brindar las herramientas necesarias para que las nuevas generaciones se adapten al mundo de una manera proactiva, inteligente, crítica y responsable y puedan sobrevivir en ese mundo y no perecer ante sus exigencias. En esta dimensión prosaica cabe la prisa, la preocupación y la búsqueda de productividad, aunque habría también que matizarlas y humanizarlas. Aquí puede ser que el aburrimiento no sea algo bienvenido.
Pero la educación formal e informal deben también desarrollar seres humanos que se ocupen de su desarrollo existencial y que sean capaces de construir y reconstruir continuamente un proyecto de vida pleno y satisfactorio que les aporte felicidad. La familia y la escuela, la sociedad toda, deben también procurar la valoración y el trabajo para la vida en verso, para que la dimensión poética no sea nada extraño ni mucho menos visto como inútil. Aquí es donde el aburrimiento es no sólo natural sino indispensable. Ser capaces de valorar el aburrimiento y darse momentos para aburrirse sin sentirse culpables o desperdiciando la vida.
Se trata por supuesto del aburrimiento profundo, de ese “pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia” como dice Bejamin citado por Han. Ese aburrimiento que nos lleva a la relajación espiritual, el que es producto de la lentitud y el silencio en medio de un mundo lleno de ruido y velocidad. Porque como dice la misma cita: “la pura agitación no genera nada nuevo. Reproduce y acelera lo ya existente”.
Tal vez por eso la sociedad de la prisa, la preocupación y la productividad se reproduce sin cesar y a un ritmo cada vez más vertiginoso y se está llevando, como la corriente de un tsunami, todos los residuos de vida plena que aún se resisten a morir porque son parte del deseo profundo del ser humano, que como dice Zubiri, no es un ser meramente estimúlico sino un ser de posibilidades que aprehende y quiere desarrollarse en el mundo que es apertura.
La educación produce la sociedad que la produce, digo en mi libro Educación humanista, y esta sociedad de la prisa, la preocupación y la productividad está generando una educación cargada de estos tres elementos y enormemente satanizadora del aburrimiento. En esta escuela, el profesor tiene que ser una especie de showman o show-woman que evite aburrir a los estudiantes. Lo mismo pasa con las familias que se estremecen de temor cuando un niño o niña dicen: “ya me aburrí” o “me estoy aburriendo”.
¿Qué tal si en vez de temer al aburrimiento lo promovemos y lo encauzamos hacia la relajación espiritual? ¿Qué tal si enseñamos a los niños, adolescentes y jóvenes a valorar el aburrimiento y a educarse para un aburrimiento profundo que los lleve al encuentro consigo mismos, con la belleza del mundo y la comprensión de los demás?
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Hace tiempo que circula este meme por las redes sociales. Si tomamos la idea completa, con todo y la supuesta orden de la madre del Premio Nobel de Literatura de 1957, podríamos hacer una reflexión acerca de la escuela como una imposición sociocultural. Pero para el artículo de esta semana me interesa pensar en torno a la frase original de Camus.
Hace unos días, apareció la noticia de que el obispo Rangel estaba desaparecido, sus más allegados declararon que sin decir nada y dejando sus celulares salió de su domicilio y no regresó. Las voces de la Iglesia se hicieron escuchar exigiendo su liberación.
Durante la semana me encontré en Ethic esta entrevista que me pareció muy rica y profunda. El tema central de la charla entre la entrevistadora y la filósofa Ana Carrasco Conde es el del duelo ante la muerte de los seres queridos y ante las pérdidas que se van presentando de manera inevitable a lo largo de la vida de todos los seres humanos.
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