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La adolescencia se acompaña veinte años antes: el imperativo de una adultez presente para una juventud sana

by Pluma Invitada
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Herzel Nashiely García Márquez
Herzel Nashiely García Márquez*

“La educación de un niño comienza veinte años antes de su nacimiento.”

Esta frase, cuya autoría ha sido atribuida a distintas voces a lo largo del tiempo, encierra una verdad profunda: el acompañamiento de un adolescente comienza mucho antes de que ese adolescente exista. Empieza en la calidad humana, ética y emocional de los adultos que muchas veces, sin saberlo, con su ejemplo, están forjando los cimientos de la vida de alguien más.

En un contexto social que duele —como el reciente y trágico suceso ocurrido en el CCH Sur—, urge detenernos a mirar con honestidad cómo estamos educando, acompañando y, sobre todo, si estamos presentes de verdad en la vida de nuestras juventudes. Lo ocurrido no es sólo una cuestión de seguridad o de protocolos, es una llamada a mirar más hondo: a la salud mental colectiva, a las relaciones significativas que sostenemos (o descuidamos), a la manera en que los adultos —como madres, padres, docentes, líderes comunitarios— estamos construyendo o fracturando los vínculos de contención y entendiendo la etapa adolescente.

La salud mental adolescente es reflejo de la salud emocional adulta; esto no se dice  sólo desde la intuición: la evidencia científica es contundente. Organismos como la OMS y UNICEF han reiterado que los entornos familiares y escolares emocionalmente saludables son el principal factor protector frente a la ansiedad, la depresión, la ideación suicida y las conductas de riesgo en adolescentes. Y estos entornos no se crean de forma espontánea: requieren adultos conscientes, disponibles, y en proceso constante de crecimiento.

Los adolescentes no sólo escuchan nuestras palabras. Observan cómo gestionamos el estrés, cómo resolvemos desacuerdos, cómo amamos o nos desvinculamos, cómo trabajamos, descansamos o huimos. Observan, y con ello, modelan su noción de adultez. No basta decirles “aquí estoy para ti” si no nos hemos hecho presentes para nosotros mismos. Debemos recordar que educar no es controlar, es conectar y acompañar la adolescencia requiere una mirada distinta, más allá del control o la obediencia; implica un gesto de ternura hacia nuestra propia adolescencia. Recordar cómo nos sentíamos, qué nos motivaba o nos alejaba, qué actos adultos nos brindaban un mensaje certero de cercanía y confianza, es un primer ejercicio de comprensión. Como bien plantea la pedagogía de la ternura, es necesario pasar de imponer límites desde el miedo a construir relaciones de confianza desde el respeto y el vínculo. Esto implica:

  • Escuchar con los oídos, sí, pero también con los ojos, la mente y el corazón. Estar disponibles no solo físicamente, sino emocional y afectivamente.
  • Validar antes que corregir. Un adolescente que se siente visto y comprendido, aún en su confusión o enojo, será más receptivo a la guía que uno que solo recibe juicios.
  • Sostener sin invadir. Necesitan autonomía, pero también certeza. Libertad con presencia.

La adolescencia, lejos de ser un problema a resolver, es una etapa de búsqueda y transformación que necesita ser acompañada por adultos con fortaleza emocional y ternura estructurada.

El aula no es ajena al hogar: todos formamos parte de una misma red

No podemos cargar esta tarea únicamente en los hombros de las familias. Los formadores también son madres, padres, hijas, hijos. También enfrentan crisis, pérdidas, frustraciones, agotamiento. El bienestar de los docentes, su salud emocional y su percepción de apoyo institucional impactan directamente en su capacidad de generar aulas emocionalmente seguras.

Necesitamos comunidades educativas vivas y colaborativas, donde los adultos también sean escuchados, acompañados y contenidos. Donde el cuidado emocional no sea una “agenda adicional”, sino el corazón de toda práctica formativa.

No se busca culpabilizar a nadie, sino convocar a todos. Ser adulto —hoy— no se trata de tener todas las respuestas, sino de atreverse a vivir con conciencia, sabiendo que los adolescentes no necesitan adultos perfectos, sino presentes, coherentes y disponibles.

Es tiempo de preguntarnos cuestiones elementales de salud mental: ¿qué tal duermo? ¿qué sentido tienen mis vínculos? ¿me doy tiempo para encuentros significativos, aunque no tengan “utilidad”? ¿qué modelo emocional estoy ofreciendo, incluso en lo pequeño? ¿cómo me cuido?

Porque cada gesto adulto —un grito, una evasión, un abrazo, una conversación casual, un silencio— tiene peso simbólico. Y los adolescentes, desde su aguda sensibilidad, están atentos a ese paisaje emocional. Observan y, con el tiempo, decidirán: ¿con qué me quedo?, ¿qué resignifico?, ¿qué reinvento?

Nuestro deber es asegurar que entre los materiales que les ofrecemos, los pilares del respeto, el cuidado, la dignidad y el diálogo estén presentes, sean sólidos y visibles.

Acompañar la adolescencia es un acto de corresponsabilidad generacional. No es un favor ni un sacrificio. Es una tarea ética que nace del compromiso de ofrecer a las nuevas generaciones un mundo habitable, una vida adulta que tenga sentido ser vivida.

Por eso, cuidarnos como adultos no es egoísmo, es un ejemplo de responsabilidad y libertad personal para ir al encuentro con los otros. Es política pública, es educación emocional aplicada, es salud mental preventiva. Cuando un adulto trabaja por su bienestar integral, cultiva relaciones humanas sanas, se permite ser vulnerable y pedir ayuda, está construyendo —aunque no lo sepa— el futuro emocional de quienes lo observan.

La adolescencia se acompaña desde mucho antes. En cada gesto, cada vínculo, cada decisión de quiénes elegimos ser como adultos.

*Académica de la Facultad de Educación y Humanidades, Universidad Anáhuac México.

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