Hace 10 años se decretó la obligatoriedad de la educación media superior. ¿Qué significaba esto? Que el Estado (gobierno y sociedad) debía asegurar las condiciones necesarias para que todas y todos los jóvenes de entre 15 y 17 años hicieran efectivo el derecho de recibir educación en este nivel. Se planeó que “a más tardar” en el ciclo escolar 2021-2022 se debía alcanzar la cobertura total (100%). ¿Y qué pasó? No cumplimos. Sólo 78 de cada 100 jóvenes a nivel nacional cursan este nivel en la modalidad escolarizada y no escolarizada y lo peor: según cifras oficiales —y con todo y becas—, el porcentaje de estudiantes se redujo cinco puntos porcentuales en dos años.
Para cumplir con la obligatoriedad del bachillerato, se pusieron diversas estrategias en marcha. No obstante, al tratar de elevar los indicadores de cobertura, se crearon diversas opciones de estudio bajo condiciones precarias. Había un riesgo, advirtió entonces la investigación educativa, de comprometer la calidad por universalizar la media superior a toda costa. No es fácil resolver la tensión entre cobertura, calidad y equidad porque a los políticos le interesa mostrar que “algo se está haciendo” y para ello, pueden tomar decisiones apresuradas basadas sólo en sus creencias o en demandas populares.
En México, los telebachilleratos comunitarios (TBC) capturan, a mi juicio, bien esta tensión. Esta modalidad se puso en marcha en el ciclo escolar 2013-2014. De 253 planteles establecidos en ese año, en el ciclo 2019-2020, aumentó a 3,306 que atendían a 144,399 estudiantes (https://educacionmediasuperior.sep.gob.mx) ¿Al incrementar la cobertura se aseguró la calidad educativa para el más pobre?
En 2017, el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) publicó un reporte de una investigación conducida por Eduardo Weiss, investigador y expresidente del Consejo Mexicano de Investigación Educativa (Comie), quien detectó que lo comunitario era una “aspiración” del modelo TBC. El plan de estudios era convencional mientras que se pretendía que la formación general fuera por proyectos. En 2018, Carlota Guzmán, otra reconocida investigadora adscrita al Comie, retomó los hallazgos de Weiss y reconoció que aunque los estudiantes, madres y padres de familia valoraron tener una escuela en su comunidad, “la calidad de los aprendizajes” en los TBC, “difícilmente puede lograrse […]” A los jóvenes, dice, se les ofrece “un servicio educativo que no les permite nivelar sus desventajas, sino que, por el contrario, las acentúa”.
Es urgente revertir el fenómeno que reproduce la desigualdad educativa. Para ello, se pueden aprovechar algunas ventajas de los TBC como el peso dado a actividades artísticas y deportivas, así como el hecho de operar en grupos reducidos. Así, los jóvenes se sienten tomados en cuenta, detecta Weiss. Pero hay que eliminar otras barreras como olvidarse de calificaciones, acreditaciones y escolarización para “cultivar su humanidad” (Nussbaum) mediante un modelo que promueva el “aprendizaje profundo” (Fullan). Esto demanda balancear la carga docente. Más allá del número —en Querétaro, 1,272 jóvenes cursan esta opción educativa (Mejoredu)— hay que centrarse en este segmento social y establecer incentivos para asegurar que construyan trayectorias académicas pertinentes, ofreciéndoles —sin examen y a los que lo deseen— lugares en universidades públicas consolidadas (e.g. UNAM, UAQ, IPN, Colmex), así como involucrarlos en programas de becas, tutoría y acompañamiento continuos y efectivos. Por el bien de todos —ahora sí y sin demagogia— primero los pobres.
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