
En 1993, la Normal Rural “Luis Villarreal” de El Mexe, Hidalgo, históricamente conocida por su formación masculina y su activismo político socialista, abrió sus puertas a una generación insólita: mujeres estudiantes de la licenciatura en educación primaria y más tarde en 1995 a la Licenciatura en Educación Especial. Aunque legalmente reconocidas, su presencia desató tensiones que pusieron en evidencia las contradicciones del sistema educativo rural mexicano. Estas jóvenes, más que ingresar a un espacio escolar, irrumpieron en un territorio simbólicamente dominado por lógicas masculinas a la usanza del Pater Familias.
El proceso de inclusión no fue inmediato ni terso. Las normas tácitas y explícitas operaban bajo la lógica de “protección”, que en realidad encubría prácticas de control: encierro nocturno, vigilancia sobre la vestimenta, sanciones por conductas consideradas “impropias” y una jerarquía política estudiantil que relegaba a las mujeres a cargos secundarios. Sin embargo, las normalistas no se asumieron como víctimas pasivas. Desde sus cuerpos, decisiones cotidianas, indumentaria y participación política, comenzaron a desestabilizar el orden masculino instituido.
Algunas de ellas accedieron a espacios de toma de decisiones, como la cartera de Raciones o el COPI (Comité de Orientación Política e Ideológica), desde donde introdujeron miradas distintas sobre la vida escolar: denunciaron las condiciones insalubres del comedor, gestionaron recursos con el Estado y participaron en asambleas locales y federales. Su presencia en esos espacios no solo permitió mejoras materiales, sino que evidenció otra forma de ejercer el poder: no desde la imposición, sino desde el cuidado, la organización y la denuncia documentada.
El uniforme dejó de ser regla; el cuerpo, antes invisibilizado o cosificado, se transformó en medio de expresión política. Las mujeres resistieron con las herramientas a su alcance: el humor, el disenso en voz baja, la transgresión contenida, las redes de apoyo entre compañeras. Su forma de subvertir fue, muchas veces, más simbólica que confrontativa, más cotidiana que espectacular.
La convivencia no estuvo exenta de contradicciones. Hubo sanciones desproporcionadas, violencia simbólica, acoso, expulsiones por desacato político, pero también vínculos solidarios, respeto fraternal e incluso reconocimiento por parte de compañeros varones, que encontraban en ellas un contrapeso a los excesos de las masculinidades. Si bien no ocuparon la Secretaría General del Comité Ejecutivo Estudiantil, dejaron huella en la memoria política de sus contemporáneos. Lo hicieron desde los márgenes, disputando sentidos y aprovechando las grietas que tenía la organización estudiantil, dando énfasis a la con la que pueden contribuir en las movilizaciones estudiantiles.
El reconocimiento a la memoria de aquellas estudiantes que abrieron brecha con su una lucha silenciosa y estratégica. A la que acataron inconscientemente una pedagogía de la subversión cotidiana. En lugar de oponerse de frente a los dispositivos de poder, aprendieron a moverse dentro de ellos, a esquivarlos, a tensarlos, ¡a transformarlos desde adentro!; Porque subvertir, en su caso, no fue derrocar al poder, sino humanizarlo.