Juan Carlos Gómez Palacios[1]
El 19 de agosto de 2022, a través de un comunicado, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (CONAPRED) extendió una recomendación para respetar los derechos a la educación y al libre desarrollo de la personalidad de niñas, niños y adolescentes en las instituciones escolares. La recomendación derivó de 487 quejas que el organismo gubernamental recibió, de enero a agosto del año en curso, de estudiantes de educación secundaria, media superior y superior en las que refieren haber experimentado restricciones para ingresar, permanecer o egresar de sus escuelas por tener el cabello largo o teñido.
El señalamiento del CONAPRED representa un avance importante en materia de derechos humanos y un punto de quiebre en la historia de la educación en México, particularmente en lo que refiere a la disciplina vertical y punitiva que fue tomada de otros espacios como el colegio militar y los internados para reproducirse en la instrucción pública, y por más de un siglo ha formado parte de la vida cotidiana de muchas escuelas. Sin embargo, el pronunciamiento del organismo generó que hubiera tensiones y conflictos entre docentes, padres y madres de familia, y sociedad civil. Desde la publicación de la recomendación he seguido las reacciones de las personas a través de redes sociales y de conversaciones presenciales, por un lado, hay quienes están a favor de la recomendación porque ven en ella una alternativa educativa progresista para formar personas críticas y, por otro lado, están quienes se oponen a ella porque consideran que alienta a la indisciplina, la pérdida de valores, la desautorización de la familia y de los docentes.
No es la primera vez que una propuesta de cambio educativo genera controversias, pasó con la creación de los libros de texto gratuitos en el gobierno de Adolfo López Mateos, o cuando en esos mismos libros fueron incorporados, por primera vez, contenidos de educación sexual. No obstante, estas controversias son más comunes de lo que parecen, pues el currículo escolar es continuamente una arena de disputas y negociaciones de una variedad de actores con ideologías e intereses distintos que resultan conflictivos entre sí.
En lo que respecta a las posturas y respuestas contestatarias a la recomendación del CONAPRED es importante analizarlas porque hay en ellas improntas de racismo, alienación y adultocentrismo que pasan desapercibidas. Desafortunadamente sus detractores no siempre son conscientes de lo que ponen en la arena de juicio, pues algo que ha caracterizado a las formas de violencia y dominación son justamente sus maneras eficaces de instalarse en las prácticas y en los discursos de las personas a través de procesos sociales complejos de normalización.
A continuación presento un análisis conciso de tres resistencias generales que identifico a la recomendación de CONAPRED. Es una lectura que hago desde mi experiencia como investigador en temas de género, racismo y discriminación y, por supuesto, es susceptible de ser debatida porque el campo educativo siempre es un terreno de juego que está expuesto a distintas miradas.
- Reproducción del racismo: Quienes se oponen a que haya libertad para que los
estudiantes vayan a la escuela con el cabello largo o teñido es porque consideran que promueve la pérdida de “buenos valores” (sic) y los orilla a delinquir. Incluso hay quienes patologizan las conductas diciendo que llevar a la escuela el cabello largo o teñido es síntoma de un problema psicológico. Sin embargo, se trata más de estereotipos y prejuicios raciales construidos socialmente que de una situación real, pues no existe evidencia de que haya relación entre apariencia física y desempeño escolar o desarrollo socioemocional. Las personas a pesar de que niegan ser racistas, recurren a los determinismos biológicos de la idea de raza del siglo XIX para decir que a través de la apariencia física se puede saber el tipo de valores que tiene una persona y, en consecuencia, si merece ser tratada con deferencia o menosprecio. Por ejemplo, en el uso de tatuajes se puede obsevar claramente estos procesos de racialización; mientras que las personas blancas los usan sin riesgo a que sus cuerpos generen desconfianza, las personas morenas producen miedo social. Algo parecido pasa con el color o el largo del cabello, en los estudiantes blancos se considera un acierto y en los morenos un rasgo de vulgaridad o fealdad.
Esto me hace suponer que los discursos actuales sobre la escuela como espacio que garantiza la libertad y fomenta la convivencia con lo diferente tienden a ser más una utopía que una realidad concreta o, al menos, no hay consenso sobre lo que se debe entender por esto. La escuela aún es representada como institución que civiliza al salvaje y la preocupación de algunos es que una recomendación como la del CONAPRED desplace su cometido. Lo cual per se es conflictivo y preocupante, pues la efectividad del racismo se agudiza cuando opera bajo la sombra de la hipocresía. Me refiero a que hay docentes, padres y madres de familia que defienden a la escuela como el lugar donde los estudiantes van a aprender una diversidad de saberes y valores que los haga más humanos, entre ellos el respeto, pero esa simulación moral termina cuando afirman convencidos que “como te ven, te tratan” (sic) y en sus discursos y prácticas fomentan el desprecio por aquellos que en su color y largo de cabello manifiestan rasgos que atentan contra el modelo de apariencia cosmopólita y “moralmente correcta o ideal” que pretenden universalizar.
Y ni que decir de la violencia de género que atraviesa a estas resistencias. Una de las molestias (yo le nombraría miedo) de las personas adultas, principalmente varones, que se oponen a que los estudiantes masculinos vayan a la escuela con el cabello largo, es que se feminicen. Rita Segato explica que para que un hombre gane estatus con otros hombres requiere de prácticas rituales que evidencien su dominación y agresión sobre cualquier forma de feminización, por lo tanto, el que un varón se deje el cabello largo o lo tiña de cierto color representa una subversión contra ese mandato, pero el que se proponga como práctica con aprobación institucional es una afrenta directa contra el poder que da soporte a la dominación y corporativismo masculino. Erradicar la violencia contra las mujeres ha sido difícil porque hay varones que no están dispuestos a reconocer y deconstruir las formas de colaborar con esa violencia, y la dificultad se acentúa cuando las mujeres legitiman los discursos y prácticas machistas a costa de cualquier muestra de sororidad con otras mujeres y consigo mismas.
- Alienación capitalista: Otro argumento para oponerse a la recomendación de
CONAPRED es que el cabello largo o teñido pone en riesgo los principios disciplinarios para insertarse a la vida laboral. Según algunas personas, conseguir empleo, mantenerse en él y obtener un ascenso, depende en gran medida de portar una apariencia física alineada y obedecer las reglas de las organizaciones, por lo que si un estudiante desaprende esto en la escuela concebida por antonomasia como el espacio de adistramiento, tienen menos posibilidades de alcanzar el éxito laboral. Por supuesto, no todas las personas que se oponen a la recomendación con este argumento tienen un empleo formal, pero es una expectativa que tienen sobre sus hijos o familiares que van a la escuela.
La situación hace evidente que la obediencia está normalizada socialmente y es asumida como un hecho natural y no como un proceso histórico. No hay conciencia de que es con el nacimiento del sistema económico capitalista cuando se instaura la utilización económica del cuerpo, refiriénsose a que este se convierte en fuerza útil solo cuando “es cuerpo productivo y cuerpo sometido.” En este sistema económico ya no es necesario dominar haciendo uso de la fuerza, sino por medio de lo que Michael Foucault denominó “microfísica del poder”; es decir, dispositivos y técnicas disciplinarias que someten la volutad de los cuerpos de manera sutil, inofensiva e insospechada. Ya no es el dominador el que coerciona, sino son los propios subordinados los que se sujetan entre sí porque la eficacia de la microfísica está en adiestrar personas que estén plenamente convencidas de que entre más obedientes, son más útiles, y así garantizar que hagan lo que se desea y trabajen como se quiere. Desde entonces, instituciones como la escuela, el hospital y la carcel han tenido la encomienda de garantizar docilidad en las personas, y para ello continuamente recurren a medios del buen encauzamiento como el establecimiento de jerarquías sociales y las sanciones de las “desobediencias” y “desviaciones”; es decir, lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto según la mirada de los que tienen el poder.
Entonces, mostrar resistencia a que un estudiante pueda tomar decisiones sobre su cuerpo en el espacio escolar es garantizar la alienación o pérdida de identidad que nos impone el sistema capitalista. Somos cuerpos de placer, sin embargo, creemos que es un derecho que no nos pertenece; por el contrario, asumimos por costumbre que el sentido de nuestra vida está sujeto al uso de nuestra fuerza en una continua productividad que incrementa la riqueza de unos cuantos y produce enormes brechas de desigualdad para otros muchos, de los cuales seguro somos parte. Por eso, ir a la escuela con el cabello largo o teñido no es una manera de quitar la disciplina en las aulas, pues nos guste o no, forma parte de todos los espacios, incluso de aquellos más progresistas; el punto es abandonar la disciplina punitiva que moldea nuestros cuerpos únicamente como fuerzas de trabajo y proponer una disciplina más diálogica que devuelva autonomía y dignidad a las personas a fin de que tengan otras experiencias que no sean las de educarse para trabajar.
- Violencia adultocéntrica: Un tercer argumento que es notorio en el rechazo a la
recomendación del CONAPRED es que los estudiantes que son menores de edad carecen de madurez para decidir sobre la construcción de su apariencia física, por lo tanto, debe ser un adulto, en cualquier rol de cuidador, el que indique (imponga) cómo hacerlo. Por su puesto que el andamiaje de un adulto en la vida de un menor es indispensable para su desarrollo físico y socioafectivo, nadie pretende soslayar eso. Lo que está en discusión es que desde las formas de nombrar a las y los menores de edad como infantes, niñez o adolescentes, hay una idea de sujetos inferiores que no tienen voz y que deben estar situados bajo el poder y la autoridad de un adulto que se asume superior racional y civilizatoriamente. Sin embargo, cada vez más se llega a la conclusión de que las niñeces, adolescencias y juventudes (sí, en plural y no en singular) no son etapas etarias de orden natural y homogéneas, son construcciones sociales que tienden a la variabilidad; es decir, dependen de los contextos cultural y sociodemográfico en el que están situadas.
Al respecto, la antropología social nos ha mostrado un panorama menos funcionalista y más constructivista de la vida de las y los menores de edad. Sabemos de individuos que siendo niñas y niños, adolescentes o jóvenes, siempre tienen capacidad de autonomía y una subjetividad propia. Toman decisiones en los ámbitos que menos imaginamos, o donde suponemos que la ingerencia debería ser únicamente de una persona adulta. Por ejemplo, menores de edad que asumen el rol de cuidadores de otros menores porque en una dimensión jerarquica, hacia arriba no tienen quien los cuide; o individuos de esas edades que enseñan o trabajan para su benificio personal y colectivo; o bien, menores de edad que en el espacio de la familia y la escuela son capaces de discernir lo que es justo y lo que no, lo que les gusta y lo que les disgusta, aun cuando sean sus cuidadores o docentes quienes les instruyan lo contrario.
Entonces, me parece que aseverar que un menor de edad carece de criterio para definir su personalidad, es una forma de violencia adultocéntrica. Es decir, como adultos cometemos abuso sobre ellos al despojarlos de su humanidad y de su capacidad de reflexión para colocarlos en la posición de automátas que están obligados a obedecer por un deber irracional, sin posibilidad a que también sean escuchados sobre lo que piensan y sienten. Por eso habría que ser cuidadosos con patologizar la conducta y la imagen de las y los individuos menores de edad; pues es una forma de subordinar su voz a la interpretación del adulto que, sin aproximarse a escucharlos, cree que sabe más sobre ellos que lo que saben ellos de sí mismos. En ese sentido, vale la pena señalar que un problema psicológico o “llamar la atención” no son las únicas razones y quizás las menos importantes por las que una persona -no solo menores de edad sino también adultos- se dejan largo, corto o se tiñen el cabello. Hay otras razones que son más simples como el puro gusto por verse diferente, hasta más complejas como la protesta social o la identificación con ciertos grupos que promueven el cambio social. Por ejemplo, la identificación con los movimientos músicales surcoreanos que en sus letras y en la apariencia física de los integrantes hay claramente una invitación a deconstruir los roles tradicionales de género que han generado problemas sociales graves como la violencia contra las mujeres la homofobia y transfobia, la exposición de los varones al riesgo y la falta de expresión y responsabilidad afectiva. Incluso, en un género musical como el reggaeton que ha sido tan polémico por los discursos que expresan sus letras, hay influencia en los procesos de identificación juvenil que deben mirarse más allá de los radicalismos entre sí es bueno o es malo escucharlo, pues hay mujeres jóvenes que refieren que este género musical les ha permitido expresar su sensualidad y deseo sexual en una sociedad que se los ha prohibido históricamente por mandatos morales de género.
Con lo anterior no pretendo decir que las y los menores de edad no deban conocer límites en sus procesos de crecimiento y desarrollo, pero estos deben establecerse desde el proceso simétrico de habla-escucha entre adulto y menor de edad, y bajo la sombra del respeto por la homogeneidad y también por la diferencia, no desde un deber ser autoritarista que no propicia la crítica, la reflexión, la atenta escucha y el interés por los pensares y sentires de las otras personas, independientemente de que sean o no opuestos a nuestros sistemas de valores.
Como puede verse la escuela es más complejo que un espacio de enseñanza de contenidos escolares, en ella transitan una diversidad de sujetos con una variedad de historias y experiencias sobre las que se debe promover el diálogo y el crecimiento mutuo. La uniformidad en los modos de ser y hacer en la experiencia escolar nunca ha sido funcional, se intentó hacer con la diversidad étnica y lingüística de México y los resultados fueron la exclusión, la aculturación y el etnocidio que hasta la fecha son un problema de violencia y desigualdad que la población indígena y afrodescendinte enfrenta. Por tanto, la escuela debe ser ese espacio que garantiza el encuentro con el otro y permite que su mirada nos alcance.
[1] Doctorante en Ciencias en la Especialidad de Investigaciones Educativas del DIE CINVESTAV del IPN y profesor de cátedra de licenciatura en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Correo electrónico: juan.gomez@cinvestav.mx