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Las terracerías para alcanzar el derecho a la educación, una deuda del Sistema Educativo Mexicano

by Pluma Invitada
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María Teresa Hernández Herrera

Mi investigación doctoral me ha hecho más consciente del contexto en que viven algunos niños, niñas y adolescentes para poder asistir a la escuela y con ello hacer efectivo su derecho a la educación, consignado en Artículo 3º de nuestra Constitución.

Hace varias semanas mi abuela me compartió una preocupación. Resulta que, si bien a mis tres primos varones sus papás les proporcionaron una motocicleta para que asistan a la secundaria en una comunidad cercana, a su hermana –mi prima Anahí[1]– no la incluyeron en esa solución.

Para poder ir a la secundaria, Anahí tiene que caminar diariamente 6 km de una comunidad a otra, por un camino mitad de terracería y mitad pavimentado. Es un trayecto que le toma 60 minutos, en cada dirección.

Ese mismo camino yo lo habré recorrido unas 450 veces en mi vida; pero siempre en vehículo privado, resguardada por mis padres, y luego por mi propio conocimiento del terreno y de las habilidades para conducir que me fueron dadas por mi familia. Pero, ese día que regresé del “rancho”, mi recorrido no volvió a ser el mismo. Pensaba en las múltiples contingencias que se presentan en ese largo trecho: cuestas y desniveles, falta de alumbrado, la hora en la que amanece, los pocos grados centígrados que hay por la mañana y el fuerte sol de la tarde, los riesgos del camino, la soledad, así como otras múltiples vicisitudes que se pueden presentar de ida a la escuela y de regreso a la casa.

Me imaginaba lo que se sentiría Anahí al llegar a la escuela y luego de regreso a la casa con obligaciones y oportunidades distintas: por la mañana, estudiar y socializar; y por la tarde, apoyar en el trabajo del hogar. Pensaba también en lo naturalizado del proceso de ida y vuelta como única opción, sin oportunidad de reniego, queja o ejercicio pleno del derecho a educarse. También pensaba en su valentía, que, sin pensarlo, ponía más fuerza que muchas de su edad. Sin duda, que yo misma a esa edad.

Mi investigación doctoral es sobre estos casos, que no son excepcionales. Por ejemplo, el caso de las hijas de Amelia quienes pertenecen a la comunidad de El Manzano, en Aguascalientes. El Manzano ofrece educación preescolar y primaria, pero para poder seguir estudiando los niños, niñas y jóvenes de esa localidad deben trasladarse caminando o en vehículo público o privado a la siguiente comunidad, que se llama La Pinta. Entre una y otra localidad hay aproximadamente 4.8 km, un trayecto que se recorre caminando en 50 o 60 minutos.

Ante la falta de servicios educativos de secundaria y bachillerato en la propia localidad –como es el caso de Anahí– las autoridades municipales habían ofrecido el uso de un vehículo para trasladarlos de ida y vuelta. Dicha promesa –hecha en tiempos de campaña electoral– se quebrantó unas semanas después, cuando se aclaró que “el acuerdo había sido que el transporte estaría al servicio de quienes asisten al nivel secundaria y no para las y los estudiantes de bachillerato”.

Amelia se preguntaba cómo era eso posible, y manifestaba indignada no estar dispuesta a dejar que sus hijas, que acaban de ingresar a bachillerato, hicieran el trayecto a pie solas, pues considera que los peligros y riesgos en el camino son altos. Amelia decidió organizarse con su esposo para caminar con ellas y se cuestiona ¿qué están haciendo otros padres de familia que no pueden, por motivos laborales, acompañar a sus hijas a la preparatoria?

Yo misma me cuestiono ¿cuándo se deja de correr riesgos? ¿es posible que una adolescente de 15 años 1 mes de edad que acaba de ingresar al bachillerato corra menos riesgos, o merezca menos el derecho a la educación que aquellos que tienen 14 años 9 meses y asisten a secundaria? ¿será que cuatro meses de edad dan la madurez, herramientas y habilidades para poder enfrentar los riesgos de andar el camino solas, para hacer efectivo su derecho a la educación?

Me encantaría saber si las autoridades educativas están al tanto de estas situaciones, cómo las dimensionan y jerarquizan. ¿Se plantean que es su responsabilidad darles solución? Si no es su responsabilidad, entonces ¿de quién es?

Estos casos son significativos independientemente del número de estudiantes que los experimenten. Además, me pregunto, ¿qué otras soluciones se han gestado en el estado? ¿qué alternativas tienen quienes nacen lejos de la mayoría de los servicios que necesitamos como personas?

Gaby, es otro caso. A sus 17 años está completamente implicada en el sistema educativo con condiciones que presentan grandes retos. Gaby vive en El Rosal, una comunidad de 130 personas, que se encuentra a 3.8 km y 48 min caminando de la siguiente localidad, Amarilletas, con mayor población y servicios. Gaby, por las mañanas, es maestra de preescolar de su localidad –un preescolar multigrado– y, por las tardes, estudia el bachillerato en Amarilletas.

Desde los 12 años Gaby tiene el deseo y la intención de convertirse en veterinaria. No ha cambiado su aspiración, tal como su mamá me lo confirmaría con desánimo, pues el deseo suena lejano ante las posibilidades familiares, territoriales y estructurales. La mamá de Gaby reconoce lo complejo que será que admitan a su hija en alguna de las pocas opciones universitarias que ofrecen esa carrera en el estado, pero también me explicó lo ilusionada que está Gaby con la posibilidad de obtener una beca para cursar la carrera, a través de la oportunidad que le ofrece el Consejo Nacional de Fomento Educativo por ser maestra de preescolar en ese subsistema.

Cuando me lo contó sentí emoción, ilusión, pero también nostalgia y preocupación ¿Por qué es tan complejo para Gaby alcanzar algo a lo que debería tener acceso –por derecho– como muchos de sus pares?

Pensaba y reconocía otras dificultades. Imaginaba, por ejemplo, lo complejo del proceso de ingreso; en las ilusiones que le despertaría asistir a un campus que quizá no está listo para ella; en el proceso de preparación y en la diversidad de procesos competitivos a los que tendría que enfrentarse para obtener un lugar en la universidad; una competencia cargada no solo de sus ganas de ingresar a la universidad sino de la importancia de contar con múltiples ayudas y privilegios que quizá ella no tiene.

Me cuestionaba ¿cómo y en qué se transportaría a la universidad? Calculé que su trayecto sería de aproximadamente dos horas diarias de ida y otras dos de regreso, con múltiples cambios de transporte y un gasto que no sé si ella y su familia ya hayan cuantificado.

Pensaba en el contexto cultural que encontrará Gaby en el entorno universitario, en la socialización, en la adecuación a un lenguaje técnico y en los riesgos que quizá tenga que correr diariamente para trasladarse.

© Yana Solovets @ iStock

En suma, entendí que estos desafíos no corresponden únicamente al sistema educativo, sino a diferentes dimensiones de nuestra vida pública, y enfrentarlos todos requiere no solo de la voluntad y capacidad de niñas, niños y jóvenes, sino de la articulación de objetivos e instancias que, en teoría deberían trabajar coordinadamente para que las realidades sean más esperanzadoras para nuestras juventudes.

No solo el Sistema Educativo sino el Estado Mexicano está en deuda con todos y todas las niñas, niños y jóvenes que no pueden hacer efectivo su derecho a la educación porque no nacieron o no viven en localidades que les den pleno acceso a los servicios educativos. Es momento de poner en marcha políticas y acciones que verdaderamente reivindiquen el derecho a la educación de todas y todos.

https://www.muxed.mx/blog/terracerias-derechoeducacion

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María Teresa Hernández Herrera. Pluma invitada. Doctoranda en Estudios Socioculturales por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Maestra en Educación, con especialidad de Políticas y Planeación Educativa, por la Universidad de Texas en Austin. Miembro de la Red Temática de Investigación en Educación Rural. Redes sociales

Twitter: @TeresaHdzH


[1] Los nombres de las personas y las localidades aquí mencionados han sido cambiadas para respetar su anonimato.

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