
Alguna vez, en un libro de Javier Santaolalla, leí que existen diversas formas en las que puede morir una estrella. Depende de lo grande que sea, de su edad, de su historia. Algunas simplemente se apagan, otras colapsan sobre sí mismas, pero existe una forma que resulta especialmente bella: cuando una estrella estalla en una gran explosión, su último suspiro de vida es también un acto de generosidad cósmica. Esa explosión dispersa por el espacio todos los átomos que fue creando en su interior durante millones de años. Esos mismos átomos luego se agrupan y forman planetas, océanos, árboles y personas.
Sí, nuestros átomos fueron forjados en una estrella que murió para dar vida. Y en cierto modo, esa historia del universo es también una metáfora de nuestra propia formación como seres humanos. Porque nosotros también estamos hechos de muchas partes: de lo que vemos en la calle, de lo que escuchamos en casa, de lo que compartimos con los amigos, de los libros que leímos y las canciones que recordamos. Pero, sobre todo, mucho de lo que somos es gracias a quienes nos enseñaron a mirar el mundo con otros ojos. Gracias a nuestros maestros.
Muchos maestros son como esas estrellas. Iluminan, acompañan, dan calor, y aunque a veces su presencia parezca lejana o se vuelva tenue con los años, siempre dejan algo en nosotros. A veces dejan conocimientos concretos: fórmulas, fechas, teorías. Pero otras veces, a mi parecer las más valiosas, dejan confianza, palabras de aliento, desafíos que nos hicieron crecer, o simplemente la sensación de haber sido comprendidos y reconocidos, con la certeza de que alguien creyó en nosotros. Algunos incluso se convierten en amigos, en personas fundamentales que marcan nuestras historias y nos acompañan más allá del aula, con su cariño y su ejemplo.
Quienes tuvimos la fortuna de cruzarnos con maestras y maestros verdaderamente comprometidos, sabemos que su labor no es sólo compartir saberes. Nos invitaron a imaginar, a equivocarnos sin miedo, a descubrir lo que somos capaces de hacer. Nos mostraron que el aprendizaje no es solo acumular información, sino aprender a vivir con otros, a preguntarnos cosas y a construir sentido. También, gracias a ellos, muchas veces encontramos aquello para lo que somos buenos, lo que nos apasiona, lo que nos mueve. Nos ayudaron a descubrirnos.
Algunos maestros jugaron con nosotros cuando éramos niños, nos sostenían cuando dudamos, nos impulsaron cuando flaqueamos, y muchas veces sembraron en nosotros sueños que ni sabíamos que teníamos. Son los que nos abrieron la puerta al mundo y, sin esperar reconocimiento, nos dieron parte de su tiempo, su energía, su vida. Y al hacerlo, dejaron en nosotros elementos esenciales para seguir adelante.
En días en los que tanto se debate sobre la educación, sus retos, sus cifras, sus reformas, vale la pena detenernos a mirar las condiciones en las que llevan a cabo su labor: ¿Tienen los recursos y el acompañamiento necesario? ¿Son reconocidos y escuchados? Escuchar sus voces no solo es justo, es fundamental. Para que puedan seguir transformando vidas, necesitamos construir con ellas y ellos políticas públicas y programas pertinentes, que respondan a sus desafíos reales y fortalezcan su trabajo. Porque sin docentes dignificados, valorados y apoyados, no hay futuro educativo posible. Porque detrás de cada logro, de cada avance, de cada historia, casi siempre hay un maestro que estuvo ahí: guiando, sosteniendo, creyendo.
Y es que, al igual que las estrellas que dieron sus átomos para que el universo pudiera seguir creando vida, los maestros dan algo de sí en cada aula, en cada clase, en cada niño y niña que acompañan. Lo que somos hoy está también hecho de ellos.