Lev M. Velázquez Barriga
Hace dos años que coordiné la ruta magisterial del “Librobus” en Michoacán, esa que Paco Ignacio Taibo II considerara, parte de la más grande estrategia de lectura llevada a territorio. Aunque siempre estuvo presente la lectura recreativa en mi práctica profesional, fue ahí donde rompimos con los esquemas pedagógicos de la cultura disciplinaria, del orden y la coherencia lógica que hace disonancia con la creatividad y la libertad.
Formados en el silencio, la solemnidad del lugar, la buena postura, la correcta forma de tomar o seguir un libro, aprendimos en aquella trayectoria de librerías ambulantes, pero sobre todo de los maestros de la rebelión cognitiva y los promotores culturales de la revolución de las conciencias que, para leer, no hay manuales de Carreño. Las “buenas costumbres”, son el arquetipo de la modernidad disciplinaria para castigar el placer de ser libres y capturar el espíritu emancipatorio de la subjetividad creativa.
Cuando volví a las aulas de telesecundaria, llevé conmigo una pequeña biblioteca de la colección “21 para el 21” y otra de “Vientos del pueblo” que recibí del Fondo de Cultura Económica, mismas que fueron la simiente de un trayecto inesperado. Mis alumnos tenían que leer un libro cada quince días, yo les daría un punto más en su evaluación (sí, las secuelas de la pedagogía tradicional son de difícil desprendimiento); al principio escogían los de menos páginas, les costaba mucho trabajo recordar lo que leían, les daba pena y en algunos casos se sentían obligados. Sólo para personalizar y humanizar lo que ha sido la conformación de una comunidad de aprendizajes, traigo a la memoria las constantes conversaciones que tuve con mi alumna María José, de quien puse mayor atención porque la escuchaba leer con dificultad en mis clases y con ella se dieron situaciones muy enriquecedoras para repensar mi práctica docente, de las que doy cuenta en seguida:
María José: Maestro ¿Cómo se llamaba el señor del cuento?
Yo: Llámale señor.
María José: Profe, me da pena decirle el libro, voltéese para otro lado.
Yo: Estaré detrás de la puerta del salón, no me vas a ver, ni siquiera pienses que estoy ahí.
María José: ¿Le leo lo que escribí?
Yo: Mejor platícame tu libro como cuando ves una película y se la cuentas a una amiga, no importa donde empiezas ni los detalles y tampoco el orden, sólo dime lo que recuerdas.
María José: ¿Es cierto que Ximena lleva 10 libros? Deme otro y se lo leo rápido.
Yo: Puedes leer lo que quieras, cuando quieras, en el que lugar que sea, al revés o al derecho, no pienses cuántos libros llevas.
María José: Maestro, me gusta leer mucho.
Esas últimas palabras me las dijo cuando se erguía desde las escaleras afuera del aula y luego se fugaba lúdicamente entre el patio cívico; yo, volteando de un lado a otro, traté de encontrar cierto júbilo compartido, pero ninguno de mi otros alumnos asentía testimonialmente el trascendental acontecimiento; así que, guardé el instante para el memorial de los pequeños logros de un maestro rural que pudo ver el nacimiento de la lectura como un acto de libertad que se desprende de ataduras y obligaciones, tan sólo para leer por el gusto de hacerlo.
Me di cuenta que María José, ya no leía por los puntos, ya no escogía los libros por su tamaño, no contaba los días ni los textos que leía. Un par de semanas antes de escribir estas líneas, interrumpió la charla de su libro cuando narraba un fragmento sobre los sueños y me dijo: Profe, ¿los sueños se pueden hacer verdad?, es que yo soñé cuando mi abuelito murió y no me creyeron que iba a pasar pronto. Maestro, cuando nos de las calificaciones ¿Puedo seguir leyendo libros o ya así?; mecánicamente respondí, mientras trataba de racionalizar el salto cuántico que había dado mi alumna: ¿Cuántos has leído?; ella me respondió que 17. Yo le dije: a lo mejor podrías llegar hasta los 20, si quieres. Seguramente piensan lo mismo que me está pasando por la mente ahora: ella superó la pedagogía tradicional, el maestro que lo relata, no lo hizo.
No hay día, casi podría decir que no hay lugar a donde vaya de mi escuelita, en que no se me acerque un alumno para decirme: ¿puedo contarle un libro? Elegí la hora del recreo y de la salida para sentarme a escucharlos; las escaleras y el comedor son los mejores lugares para disfrutar de su plática que, de pronto se vuelve común a otros -ese ya lo leí y está bien chido, se escucha entre la bola y por allá más lejos también vociferan-pásemelo maestro, me lo voy a llevar. He priorizado esta misma práctica, no porque no conozca otra, me gusta y les agrada a los alumnos, mentiría si escribo que planee una compleja metodología de trabajo, a decir verdad, lo más significativo se fue dando con los jóvenes; ahora mismo existen 35 libros diferentes de la colección “A la orilla del viento” intercambiándose entre la misma cantidad alumnos. Ocasionalmente los devoran de un día para otro y tienen que esperar a que se desocupen los que están es uso; entonces, ante el desabasto de letras, opté por llevar y compartir los de mi biblioteca personal.