Gert Biesta, en El bello riesgo de educar, sentencia que “el riesgo existe porque no se puede ver a los alumnos como objetos para ser moldeados o disciplinados, sino como sujetos de acción y responsabilidad”. Postula que la educación es frágil, aunque el ideal de la educación no es llenar una vasija, sino encender una llama. El nuevo plan de estudios que propone la Secretaría de Educación Pública incluye el ideal, pero no vislumbra los riesgos.
El ideal, tanto cuando se entiende como aspiración, como en el sentido de utopía, es decir, irrealizable, se encuentra en los documentos programáticos del nuevo marco curricular y la propuesta de nuevos libros de texto gratuitos. Quizá el volumen que la SEP entregó en formato pdf a los maestros del país en enero de este año, Un libro sin recetas para la maestra y el maestro, representa mejor esta dualidad de propósitos.
Aunque dicho texto es más directo en su crítica a lo existente y al pasado neoliberal reciente —con cierta precisión en el diagnóstico, hay que reconocerlo—, asienta la parte esperanzadora con referencias a poetas y educadores humanistas, como Ernesto Cardenal, “bienaventurado el hombre que no sigue las (consignas del Partido ni asiste a sus mítines)” y Paulo Freire, “este acto… debe surgir de la solidaridad, de una pedagogía centrada en el amor y el compromiso”.
El propósito me parece obvio, trata de enamorar a los maestros, los sitúa como agentes de transformación que no conciben a sus alumnos como seres pasivos, sino como personas pequeñas con pensamiento y conocimiento propio que requiere recrearse por medio del diálogo, no de la imposición. Concibe a docentes y estudiantes como sujetos de acción que, además, pueden aprender unos de otros y hacerlo con afecto y pasión.
El libro dice que no tiene recetas, pero sí recomendaciones y sugerencias, aunque las plantea con un lenguaje amigable y dando a entender que los autores son maestros en ejercicio, no burócratas ni autores de libros por consigna. Por ejemplo, para que los maestros eleven su conciencia crítica les sugiere que lean a escritores clásicos y contemporáneos; claro, incluye a Marx y Lenin, Marcuse y Foucault, pero también a Rousseau, Descartes, Rodo y, en especial, a Freire y a Boaventura de Sousa Santos.
No tengo nada en contra de esas recomendaciones; es más, me gustaría que los maestros las tomaran en cuenta y fuesen lectores ávidos. Y no sólo de esas obras y de sus textos de trabajo y los libros para sus alumnos, sino también novelas. Tal vez sea quimérico, muchos estudios muestran que México no es un país de leedores.
La parte utópica de la moción de la SEP para el nuevo plan consiste en desmantelar el salón de clases como el sanctum de la educación, el espacio donde maestros y alumnos conviven. Quiere trasladar la esencia de la enseñanza y el aprendizaje dialógico del aula a la comunidad.
Claro, la SEP está en contra de imaginar a los alumnos como robots, pero al desmantelar tradiciones queridas por el magisterio, el riesgo es que disminuya su aprendizaje —ya de por sí deficiente y frágil— de materias clave como matemáticas, lenguaje, ciencias, civismo e historia.
No obstante, por más que en la narrativa del funcionariado de la SEP trate de elevar la moral de los docentes, éstos vacilan ante el futuro. Laura Poy Solano (La Jornada, 27/II/2023) cita a un maestro: “Hay mucha incertidumbre de cómo se logrará poner en marcha un cambio tan profundo como proponen los nuevos planes y programas de estudio elaborados por la SEP, si ni siquiera sabemos qué contenidos se impartirán por asignatura ni tampoco cómo serán los nuevos libros de texto gratuitos”.
Con todo y la propaganda que despliega la SEP, dudo que llegue a encender una llama, tal vez ni siquiera un fogonazo. Otro riesgo.