La evaluación educativa parecía una panacea que permitiría corregir el rumbo de la profesión académica, pero terminó desplazando del papel central a docentes e investigadores en las instituciones de educación superior. Es tiempo de ver más allá.
Después de 30 años de expansión desaforada, la evaluación, académica o institucional, está en crisis. Lo es por falta de combatientes. Casi nadie está hoy dispuesto a agotarse durante días o semanas evaluando “por encimita” y “al vapor” expedientes o productos, en condiciones de extrema presión por tiempo o cantidad. Eso cuanto más que evaluar no genera para los que aceptan hacerlo retribución alguna (ni siquiera una constancia a veces) ni reciprocidad de trato con quiénes la piden. En consecuencia, varios dispositivos de evaluación están ya pasmados. Ejemplos: la integración de los equipos o comisiones dictaminadoras se ha vuelto una misión que colinda con lo imposible. La publicación oportuna de los números por parte de las revistas indexadas se atrasa porque esas no logran finalizar los procesos de dictaminación, en los plazos programados y con los criterios establecidos.
Ante ese panorama ¿Por qué las autoridades del sector y de los establecimientos se obcecan en aplicar instrumentos deslegitimados, por sus condiciones de implementación (prisa y superficialidad) y por el decreciente interés en utilizarlos? ¿Por qué consideran intocable el sacrosanto principio de que nada ni nadie existe, en la academia, fuera de la evaluación?
Como si no ocurriese esa crisis, las “invitaciones” a los académicos para que evalúen (y rindan cuentas) se siguen acumulando. Vienen acopladas con irritantes exigencias de ingresar a plataformas que funcionan un día sí y otros dos no y a rellenar cuestionarios de desmesurada extensión. Recibí recientemente una guía para evaluadores de artículos: después de un dilatado proceso artesanal de revisión cualitativa, conforme con una larga sucesión de preguntas, el formato solicitaba al evaluador meter el texto a un programa de detección de plagio. Coincido en que el plagio es una práctica deleznable pero no es atribución de los evaluadores académicos identificarlo. Los equipos de apoyo editorial son responsables de ello y de parar el envío de los artículos, cuando los autores incurren en esa falta profesional. No sólo es un asunto de organización, sino de respecto al rol y compromisos de los dictaminadores.
Al respecto, las instituciones y los organismos de gestión científica, irredentos consumidores de indicadores de productividad, de vinculación o de lo que a un “alguien” indeterminado se le ocurre, sólo se arrogan la autoridad para reclamarlos sin corroborar el uso que hacen de ellos. No se responsabilizan (y menos se disculpan) por el desperdicio de horas/esfuerzos que provocan sus demandas, por ese tiempo que los científicos hubieran podido dedicar a labores menos intrascendentes, como investigar, atender a estudiantes o escribir, conforme con sus funciones profesionales explicitas y reglamentadas. Eso sí, cuando uno se atreve a rechazar sus convocatorias a evaluar, ha de justificarse, a pesar de que sólo ejerce su derecho a no hacer caso de un llamamiento que no solicitó recibir.
En ese contexto de atorones y deslegitimación de la evaluación, urge formular una pregunta básica: ¿Los actores/las instancias que se atribuyeron unilateralmente la prerrogativa de exigir a los docentes y científicos que evalúen están facultados a hacerlo? Si no estuviéramos inmersos en un ámbito kafkiano, la respuesta sería evidente. Infortunadamente, no lo es. Los académicos nos hemos quedado inermes mientras las autoridades institucionales empoderaban burócratas, técnicos y consultores. Ahora pagamos el precio de nuestra inercia e indiferencia.
Una pregunta adicional surge tras esa amarga constatación. Actualmente ¿estamos contentos con nuestros roles y condiciones laborales? Muy presentes en otros países, esas cuestiones están ausentes de la agenda educativa nacional. No obstante, la insatisfacción y el hartazgo son indudables, aunque, a veces, los colegas los callan so pretexto de una, a mi juicio, malentendida “lealtad” institucional o, quizás, por temor a represalias.
Para concluir, una anécdota. Hace unos días, decidí no opinar sobre un proyecto y desestimar la invitación correspondiente. No la respondí. La plataforma, artificialmente inteligente, empezó a enviar machacones recordatorios instándome a aceptar, so pretexto mi supuestamente gran conocimiento disciplinar… de la problemática del secado de cuencas hídricas cuando mi especialidad ha sido siempre la educación superior. La situación es ridícula pero ilustrativa de los desvíos de la evaluación, cuyos responsables están obnubilados por garantizar la obtención formal de los dictámenes más que por velar por la calidad del proceso.
Hace treinta años, muchos investigadores apostamos, ingenuamente, a que la evaluación permitiría enmendar disfuncionamientos en la profesión académica. Lo hizo un tiempo. Luego, sirvió para empoderar a sectores no académicos que desplazaron a los docentes e investigadores en tanto actores esenciales en las instituciones de educación superior. Ante ello, ¿Seguiremos refunfuñando, cada quién en nuestro rincón o nos movilizaremos para rescatar el valor intelectual de nuestro quehacer, más allá de las mediciones? ¿Podremos expresar públicamente nuestra desavenencia con esquemas de conducción y de supervisión regidos por lineamientos y por tecnologías, pero ineficientes y dañinos para nuestros desempeños? ¿Encontraremos una vía para defender eficazmente nuestros derechos profesionales y la posición que, por lo menos teóricamente, ocupamos en los establecimientos de educación superior?
Publicado originalmente en: https://suplementocampus.com/evaluacion-el-atasco/